Mamá
dijo que teníamos que irnos del país. Sujetaba mis muñecas, me despedía de
ellas porque no podía llevármelas. Las besé a todas, una por una. Intenté
captar sus rostros y las dejé en su casa, cerrándola con llave, dejando a mi
peluche, un Búho muy simpático, de guardián de la puerta. No entendía por qué
mi madre podía llenar las maletas con ropa y no encontrar una maleta para mis
muñecas. Después de todo, ¿cuánto podían ocupar un par de muñecas más? Las
bicicletas se quedaron en el jardín, tal y como las habíamos dejado mi hermano
y yo cuando mi madre nos había pedido que entráramos deprisa. Pensé que Nana
hubiera sabido doblar mejor la ropa. Mamá iba demasiado deprisa. Muy, muy
deprisa.
Me
tropecé con mis botas rojas, de
agua, pero seguí caminando con ella. Me metí en el coche y dejé que Bruno me
atara el cinturón. Papá parecía nervioso, sujetando el volante. Mamá entró en
el coche y se giró para comprobar que estábamos allí. Yo la miré sin entenderla. Ella misma nos
había metido en el coche. Lloré por mis muñecas todo el viaje, aunque me
prometieron que me comprarían más. Yo quería a Elena, Hazel y Teresa. Quería al
señor Búho. Y lo más importante, quería que
vivieran en su casa.
Cuando
papá murió, después de que tuviéramos que vivir en un lugar muy extraño y nunca
habláramos como lo habíamos hecho antes, solo tenía diecisiete años. Apenas
comprendía por qué habíamos tenido que irnos y mamá nunca volvió a hablar sobre nuestra vieja casa ni yo sobre mis
muñecas, el señor Búho y la casa custodiada. La televisión explicaba, las
veces que ella no la apagaba, que había peleas en las calles y una pobreza
grande, además de una gran represión. Sin embargo, mamá nunca nos dejó tocar el
tema y, poco a poco, mientras yo me hacía mayor, ella envejecía a marchas forzadas,
hasta que sus mejillas rojizas pasaron a
palidecer.
Mi madre murió lejos de su
casa, en un país extraño.
Bruno quiso volver durante un tiempo a nuestra antigua casa, pero mamá le
disuadió. No obstante recordé que había algo de lo que papá nunca pudo disuadir
a mamá.
Cuando
nos hubo metido en el coche, mi madre besó a mi padre y le pidió un momento.
Papá, nervioso, le dijo que no había nada que pudiera hacerle irse pero tampoco
nada que ella necesitara con tanto ahínco, a lo que ella contestó:
– Van a echarme de mi casa. Van a asediar a mis
hijos. Van a golpear a mis amigos y mis compañeros. Van a perseguirnos hasta
sacarnos de aquí. Pero hay algo que no voy a dejar que se queden.
Mamá
salió del coche y volvió, empapada y a la carrera, con una larga caja de
cartón, de color blanco. Más tarde recordé verla sacar, todas las noches desde
la muerte de papá, un viejo sari indio
rojo, que acariciaba con una pequeña sonrisa y volvía a guardar. Bruno y yo
la enterramos con él. Fue una sensación fúnebre que aquel traje que había
llevado siendo joven tuviera cabida en
su ataúd, pasando la tela por sus hombros. Pero jamás llegamos a comprender
porque, en la caja blanca, había un jirón de tela, alargado y con una serie de
bordados, lleno de agujeros y remendado. A su lado, una pequeña muñeca, cuyo
nombre recordé: Patricia. También
había un viejo libro al que había remendado el lomo y varios aviones de papel
de colores.
Lo
que más nos llamó la atención fue aquel jirón de tela, de color rojo,
agujereado y viejo, decrépito, cuyos bordados hablaban de tiempos pasados que
nosotros nunca comprenderíamos, en los que el amor a un hogar y un país
hicieron levantar a pueblos, donde los hombres libres hacían libres a los
sometidos: el lugar donde residen mi Búho y mis muñecas; que ha quedado
congelado, como Pompeya, atemporal.
Porque
las llamas se extinguen, mueren, se congelan, pero mi madre jamás dejó que la
lluvia erosionara las rocas: conservó el monumento.
Perfecto Paula. Me recuerda al Niño del pijama de rayas y me parece increíble ese mundo tan perfecto de las muñecas, es una imagen muy bonita.
ResponderEliminar¡Gracias, corazón! *_*
Eliminar