jueves, 5 de diciembre de 2013

El sari rojo


Mamá dijo que teníamos que irnos del país. Sujetaba mis muñecas, me despedía de ellas porque no podía llevármelas. Las besé a todas, una por una. Intenté captar sus rostros y las dejé en su casa, cerrándola con llave, dejando a mi peluche, un Búho muy simpático, de guardián de la puerta. No entendía por qué mi madre podía llenar las maletas con ropa y no encontrar una maleta para mis muñecas. Después de todo, ¿cuánto podían ocupar un par de muñecas más? Las bicicletas se quedaron en el jardín, tal y como las habíamos dejado mi hermano y yo cuando mi madre nos había pedido que entráramos deprisa. Pensé que Nana hubiera sabido doblar mejor la ropa. Mamá iba demasiado deprisa. Muy, muy deprisa.
Me tropecé con mis botas rojas, de agua, pero seguí caminando con ella. Me metí en el coche y dejé que Bruno me atara el cinturón. Papá parecía nervioso, sujetando el volante. Mamá entró en el coche y se giró para comprobar que estábamos allí.  Yo la miré sin entenderla. Ella misma nos había metido en el coche. Lloré por mis muñecas todo el viaje, aunque me prometieron que me comprarían más. Yo quería a Elena, Hazel y Teresa. Quería al señor Búho. Y lo más importante, quería que vivieran en su casa.

Cuando papá murió, después de que tuviéramos que vivir en un lugar muy extraño y nunca habláramos como lo habíamos hecho antes, solo tenía diecisiete años. Apenas comprendía por qué habíamos tenido que irnos y mamá nunca volvió a hablar sobre nuestra vieja casa ni yo sobre mis muñecas, el señor Búho y la casa custodiada. La televisión explicaba, las veces que ella no la apagaba, que había peleas en las calles y una pobreza grande, además de una gran represión. Sin embargo, mamá nunca nos dejó tocar el tema y, poco a poco, mientras yo me hacía mayor, ella envejecía a marchas forzadas, hasta que sus mejillas rojizas pasaron a palidecer.

Mi madre murió lejos de su casa, en un país extraño. Bruno quiso volver durante un tiempo a nuestra antigua casa, pero mamá le disuadió. No obstante recordé que había algo de lo que papá nunca pudo disuadir a mamá.

Cuando nos hubo metido en el coche, mi madre besó a mi padre y le pidió un momento. Papá, nervioso, le dijo que no había nada que pudiera hacerle irse pero tampoco nada que ella necesitara con tanto ahínco, a lo que ella contestó:

 Van a echarme de mi casa. Van a asediar a mis hijos. Van a golpear a mis amigos y mis compañeros. Van a perseguirnos hasta sacarnos de aquí. Pero hay algo que no voy a dejar que se queden.

Mamá salió del coche y volvió, empapada y a la carrera, con una larga caja de cartón, de color blanco. Más tarde recordé verla sacar, todas las noches desde la muerte de papá, un viejo sari indio rojo, que acariciaba con una pequeña sonrisa y volvía a guardar. Bruno y yo la enterramos con él. Fue una sensación fúnebre que aquel traje que había llevado siendo joven tuviera cabida en su ataúd, pasando la tela por sus hombros. Pero jamás llegamos a comprender porque, en la caja blanca, había un jirón de tela, alargado y con una serie de bordados, lleno de agujeros y remendado. A su lado, una pequeña muñeca, cuyo nombre recordé: Patricia. También había un viejo libro al que había remendado el lomo y varios aviones de papel de colores.

Lo que más nos llamó la atención fue aquel jirón de tela, de color rojo, agujereado y viejo, decrépito, cuyos bordados hablaban de tiempos pasados que nosotros nunca comprenderíamos, en los que el amor a un hogar y un país hicieron levantar a pueblos, donde los hombres libres hacían libres a los sometidos: el lugar donde residen mi Búho y mis muñecas; que ha quedado congelado, como Pompeya, atemporal.


Porque las llamas se extinguen, mueren, se congelan, pero mi madre jamás dejó que la lluvia erosionara las rocas: conservó el monumento.

2 comentarios:

  1. Perfecto Paula. Me recuerda al Niño del pijama de rayas y me parece increíble ese mundo tan perfecto de las muñecas, es una imagen muy bonita.

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